¡CARLOS ESTÁ VIVO!


A LOS POSIBLES LECTORES:

¿Y si Carlos no murió como nos contaron? ¿Y si la ‘traición’ de que fue víctima nunca existió?

Unos días antes de que uno de los bloques de guerra que hizo parte de las AUC se desmovilizara y sus hombres entregaran las armas, un paramilitar de aparente rango que se me presentó como ‘Comandante 122’, me contó un rumor que habría corrido algunas veces entre la tropa.

Antes de confiarme los detalles me hizo prometerle que yo no lo contaría si el no lo autorizaba.

Su versión de lo que pasó con Carlos comenzó como a las 4 de la tarde y terminó poco después de las 6:00 PM. En ese lapso yo tomé notas, la mayoría con muchas dudas.

Aunque describía muy bien los lugares y el posible tipo de relación que existía entre los involucrados, la desconfianza me llegaba cuando citaba las palabras que, según él, textualmente se habían pronunciado.

Cuando yo lo cuestionaba él sonreía sin responder, tomaba sorbos de agua y continuaba su narración.

Cuando regresé a Bogotá escribí los hechos que me narró con todos sus detalles. Lo hice para que no se me olvidaran.

Un par de años después y de leerlo muchas veces puse en duda toda la historia. Pensaba en ¿Cuál había sido su propósito y la intención al revelarme los detalles? ¿Por qué confió en mi y no en otro periodista? ¿Qué esperaba a cambio? ¿Quería que yo irrespetara el compromiso y buscara la forma de publicarlo?

Me parecía increíble que las cosas hubiesen sucedido como él lo aseguró y no como los jefes paramilitares y las autoridades de ese entonces, en especial la fiscalía, nos dijeron que había acontecido.   

Han pasado 15 años desde aquel único encuentro con ‘122’.

Esta semana, guardado en mi casa, revisé decenas de correos llegados a una vieja cuenta que tenía en Hotmail y que, con el paso de los años, dejé de usar.

Entre mas de 400 correos encontré uno fechado el 19 de diciembre de 2019, de alguien que firmó como ‘Amigo de Carlos’.

Lo leí y por considerarlo de algo de interés, les reproduzco unas líneas:

Amigo periodista.
Ya puedes contar la verdad de lo que pasó con Carlos…
Gracias por respetar tu palabra.
Atentamente,
Comandante 122”

Pensé nuevamente en las razones que lo motivaron al contarme lo que el llamó ‘la verdad de los que pasó con Carlos”. ¿Por qué ahora?

Con esa idea le escribí al correo que figuraba en su misiva, pero me rebotó varias veces, indicando que la cuenta no existía o había sido cerrada.

Como en el pasado, barajé muchas respuestas a las preguntas que volvieron a asaltarme, pero ninguna me fue posible confirmar.

Hoy la historia que me contó ‘122’ la dejo en manos de quienes decidan leerla a partir de la siguiente línea.

Nota: Durante su narración, ‘122’ nombró a los protagonistas con otros nombres y yo, fiel a su versión, los bauticé tal cual él lo hizo.

JM






¡JUAN CARLOS ESTÁ VIVO!

I

Dos años antes de su asesinato Juan Carlos sabía que se tenía que morir.

A juicio de muchos, había “dado papaya” al convertirse en estrella de televisión y protagonista de noticias. Su figura ya era pública y de muy fácil identificación.

Decían que había que mirarlo como agua derramada y que no existía, ni siquiera detrás de la luna, una sombra lo suficientemente oscura que escondiera su ronca voz.

Su hermano mayor lo supo primero que él, por eso dos meses antes de visitarlo en la hacienda donde funcionaba el cuartel de guerra, le pidió a uno de sus más fieles colaboradores que recorriera las filas de su ejército y discretamente reclutara para si, a dos o tres hombres blancos, delgados, que estuvieran en sus 35 años, que midieran 1,66 metros de estatura y que, de lejos, se vieran como Juan Carlos.        

El fiel colaborador cumplió al detalle la tarea y el día de la visita le entregó a José Vicente los honores.

–¡Hermanito! deja la radio por un rato y ven al frente que te tengo una sorpresa.

Juan Carlos se levantó de la silla como resorte suelto y con cara de niño que quiere estrenar juguete, apareció en el amplio salón comedor.   

Afuera estaban su hermano mayor, los habituales escoltas y tres hombres que a Juan Carlos le resultaron familiares a la vista.

–Ajá y ¿cuál es la sorpresa? –preguntó.

–Pues, esta –respondió José, señalando con una mueca de los labios a los tres desconocidos.

–Me estás mamando gallo y yo tengo mucho trabajo –respondió molesto mientras giraba su cuerpo y regresaba a la habitación junto a la sala que hacía las veces de oficina.

Detrás de él avanzó José. Le hizo señas a los escoltas para que se hicieran más allá de la cocina, lejos de la conversación que vendría.

–¿Cómo los viste? ¿Se parecen a ti? Nos tomó bastante tiempo encontrarlos entre tanto moreno y negro –aclaró José–.  A dos tocó importarlos del Urabá. No tienen familiares cercanos y si se desaparecen nadie averiguará por ellos. El tercero, el que más sonríe, lo trajimos desde los llanos y es el que más se parece a Marco Fidel.

Juan Carlos respondió con un gesto de desaprobación.

–No sé por qué insistes en que yo me muera. ¿Acaso no hay otro que quiera desaparecer?  sabes que si yo me muero esta vaina se cae. Mucha gente está con nosotros porque me ven y me creen.

José ya no tenía una sonrisa en su rostro.

–Mira Juanito, así como tú te tienes que morir, yo lo tengo que hacer.  Serán otras las circunstancias, pero yo también me tengo que desaparecer. Ya veré que me invento para mí, por el momento lo importante es que comencemos a planear tu deceso.

–Yo no quiero cargar con todas las culpas. En esta organización hay gente que ha hecho peores vainas que yo, y si quedan vivos, de seguro toda la mierda se la van a querer lavar conmigo… y si yo estoy muerto, pues no voy a poder limpiarme, –reviró Juan Carlos.

–Mira hermanito. La situación es simple: O te mueres de mentiras o te mueres de verdad, –respondió José con tono de hermano mayor. –Adentro hay gente que tiene mas plata que nosotros, y tu bien sabes que con plata cualquiera se voltea y te pega unos tiros.

–¿Y qué de las ideas? ¿De la lealtad de los hombres con su líder?, refutó exaltado.

–Eso es pura mierda. ­–replicó enojado José. – No mas ve lo que tu mismo has logrado entre policías y soldados. Por 200 mil haces que “hombres fieles y jurados ante la bandera” maten a sus comandantes con tiros por la espalda.

Un corto silencio reinó en la oficina. En una ocasión anterior había sido Juan Carlos quien le había dicho a José que “la guerra, como el amor, era cuestión de números y que, quien mas tenga, gana”. 

El hermano menor no se había imaginado realmente muerto. Él mismo se veía como héroe al final de la última batalla, abriendo desfile por la Carrera Séptima de Bogotá, entre la Plaza de Bolívar y la Casa de Nariño. Fantaseaba que a su paso millones de globos pintarían el firmamento mientras redoblaban los tambores de una colorida banda de guerra.

–Está bien. ¿Cuál es el plan? ¿Cómo es que me tengo que morir? –aceptó finalmente.


II

Los tres hombres escogidos por Donaldo tenían que parecerse físicamente a Juan Carlos. José se lo había dejado bastante claro.

“No me importa cómo hablen, de dónde sean o para dónde vayan. Tienen que ser igualitos a mi hermano. Y deben estar dispuestos a sacrificar fiestas y cumpleaños. Yo los necesito conmigo día y noche”, le había dicho tajante.

El jefe de seguridad no cuestionó la solicitud de su patrón, ni preguntó qué tendrían que hacer. Al fin de cuentas, el no hacía las órdenes, las cumplía. Igual que cuando un patrón paga por una “vuelta”, hay que hacerla, sin importar el tiempo ni la distancia, so pena de que se vuelva en contra.

Los primeros escogidos fueron Hugo y Francisco. En la cara no se parecían a Juan Carlos, pero la estatura, el cuerpo y el color de piel eran los adecuados. Los dos eran medio parientes entre si y se conocían de lejos. Durante sus andanzas descubrieron que tenían una tía en común y que la muerte de sus padres, quizás por la misma dolencia, los había dejado huérfanos al cumplir los 5 y 7 años.

Luis Fernando, el tercero, si que se parecía al hermano muerto de Juan Carlos y José Vicente. El mismo pelo negro, las mismas entradas en la frente y casi, casi, la misma mueca al sonreír. Medía menos que los otros, pero era poco probable que a José le importara. La similitud genética era tanta que poco detallarían que le faltaban tres centímetros para dar la talla exigida.

Luis Fernando sabía que se parecía a Carlos y pensó que lo estaban reclutando para que el jefe practicara el arte de la bilocación y confundiera a los enemigos, o para que lo reemplazara en alguna aburrida ceremonia de armas.

También imaginó que lo usarían para hacerse pasar por el jefe en alguna refriega importante y dar ejemplo de arrojo y valentía a la tropa. Esa idea la desechó después de pensarlo dos veces y aceptar que, si lo mataban, se descubriría el engaño y los efectos entre los hombres serían contrarios.

Los tres estaban contentos. Tenía mejor comida, mejor trato y mucho mejor salario. Desde que el jefe de seguridad de José puso sus ojos en ellos habían dejado de ser combatientes rasos, “habían coronado”.


III

–Ya sé que día me quiero morir –le dijo Juan Carlos a su hermano–. Tiene que ser el 16 de abril.

–Y ¿por qué? – preguntó José sin prestar mucha atención.

–Un 16 de abril, en un acto de extrema valentía y decoro, el Emperador Otón se quitó la vida para salvar a las tropas romanas de su mortal destino, y cientos de años después, también un 16 de abril, murió Alf Sjöberg, el director de cine y teatro escocés –respondió con entusiasmo.

–Y ¿que tiene que ver uno con el otro? –insistió José con el mismo parco tono.

­–Se nota que no has visto ‘La Señorita Julia’, la película de Sjöberg que cuenta la historia de una condesa sueca que se acuesta con un sirviente y que al descubrir que ha quedado embaraza se quita la vida para no deshonrar a la familia. Ahí están los dos hechos aislados, pero conectados –respondió convencido Juan Carlos–.

–La única relación que yo veo –dijo José –es que un 16 nació Marco Fidel. Lo demás son cuentos tuyos, los mismos que te inventas para armar complots que nos terminan costando millones de pesos y miles de problemas. No más recuerda cuando se te metió en la cabeza que al periodista rolo había que matarlo por sapo. Esa locura nunca la vamos a terminar de pagar –concluyó molesto.

–No puedo contigo –dijo Juan Carlos mientras cerraba su computador portátil y dejaba la oficina. –Te guste o no será el 16 de abril. Otón se inmoló antes de llegar a los 40 años y lo mismo voy a hacer yo.


IV

Se convirtió en rutina que Hugo, Francisco y Luis Fernando visitaran mensualmente al médico personal de Juan Carlos. En cada cita les hacían exámenes físicos y de resistencia. Les revisaban los índices de grasa corporal y los ponían a dieta si superaban el 12 por ciento de obesidad.

Para el médico, los estándares mundiales del 16 por ciento para los menores de 40 años no aplicaban para quienes participaban activamente en la guerra, mucho menos si hacían parte de un ejército irregular, como era el caso.

–Bueno muchachos, en general están bien, pero no pueden descuidarse en las comidas, especialmente tu Francisco. Bájale al cerro de arroz y a la yuca con suero.  Eso no hace mas que sacarte barriga y ponerte fofo. Si José pregunta le tengo que decir que te subiste de peso y seguro te manda de posta a quien sabe donde –sentenció.

Los dobles de Juan Carlos llevaban mas de un año sin actividad militar, viviendo en la finca que funcionaba como cuartel militar y en donde, con excepción de la radio, no se libraban batallas, solo, y muy esporádicamente, reuniones con algunos políticos.

A Juan Carlos no le gustaban las aglomeraciones y mucho menos fungir de anfitrión para ganaderos, empresarios, políticos o financistas. Esas eran tareas que con gran desenvolvimiento se había auto delegado su hermano mayor.

–Y entonces ¿qué hacemos hoy? –pregunto Luis Fernando a Hugo y Francisco tras despedirse del médico.

–Lo mismo que ayer. –respondió con una carcajada Hugo –echar los perros en la cocina para ver cual cae.

Francisco rio con fuerza mientras Luis Fernando hacía gesto de enfado.

–En serio. Aquí no hacemos nada, y ya estoy mamado de ayudar a echar y recoger ganado. A mi me gusta la acción y aquí no pasa nada.

Hugo y Francisco avanzaron hacia la cocina sin darle importancia al comentario de Luis Fernando. Para ellos la inactividad militar no era mala, además les pagaban mucho para no hacer nada.

Para Luis Fernando el panorama era otro. Además de aburrirse casi todo el día, entre comida y comida pensaba mucho. En los últimos meses se le había dado por recordar cuando en sus 17 años se hizo novio de su vecina Rosa y habían planeado irse a vivir juntos como marido y mujer.

Ahora se imaginaba viviendo con ella en una casa en las afueras de Montería, lejos del bullicio, pero cerca de cualquier lugar. La casa era pequeña con un patio grande en el que había un palo de mango de azúcar y espacio para sembrar ajíes y tomates.

Su pensamiento era recurrente. Se levantaba, desayunaba, les daba la bendición a sus dos hijos antes de que se fueran para el colegio, tomaba una taza de café negro y se iba para el patio a observar las amarillas y pequeñas flores del mango. Sacaba cuentas y se imaginaba comiendo los frutos verdes con sal y limón.

Con esa idea dentro de su cabeza se le iba el día, todos los días, hasta que llamaban a cenar.


V

Mucho después del desayuno Luis Fernando buscó una silla con fondo de cuero, la arrastró un par de metros y la recostó contra una viga de madera del comedor donde les servían a los trabajadores de la hacienda. Se alisó el uniforme camuflado que vestía entre semana y se sentó para mirar desde lejos el potrero donde echaban el ganado desteto.

–No entiendo para que nos tienen aquí. No hacemos, ni nos dicen nada –dijo en tono aburrido para si-.

Al rato, mas allá de los dos potreros que daban con el frente del camino, Luis Fernando vio que la caravana de camionetas en la que acostumbraba movilizarse Juan Carlos, levantaba una minúscula estela de polvo. Sabiendo lo que pasaría, arrastró la silla de cuero hasta su puesto y se fue a la zona de los dormitorios, a la espera de que al jefe le sirvieran el almuerzo y los demás fueran llamados a lo mismo, después de él terminar.

Esa era la otra rutina. Si no había novedades, el jefe y sus colaboradores mas cercanos eran los primeros en sentarse en la mesa. Después del café almorzaban todos los demás.

Luis Fernando sabía que podía pasar mas de una hora por eso acostumbraba tomar la siesta del almuerzo antes de comer, pensaba que así le ganaba tiempo al día y lo hacía menos tedioso.

Juan Carlos descendió presuroso de una de las camionetas y se dirigió a su oficina en donde los esperaba el medico.

–Ajá docto, ¿qué tengo que hacer hoy?

–Yo se que le vienes dando alargue al tema, pero hoy tenemos que comenzar a sacarte la sangre –sentenció calmadamente. –Si queremos 6 litros para abril, debemos comenzar hoy.

­–¡No joda docto! Mi hermano José no ha hecho mas que joder con lo mismo –respondió. –A mi no me gusta ver sangre. Ni la ajena ni la mía.

–Yo se –respondió el médico mientras sacaba de un maletín todo lo que necesitaba para extraerle la sangre y guardarla en una bolsa que después sería refrigerada.

Juan Carlos se sentó en un pequeño sofá que tenía en su oficina y extendió el brazo izquierdo para que el médico hiciera su trabajo.

No había pasado no 10 segundos cuando le hizo señas a uno de sus escoltas para que se acercara.

–Dile al servicio que sirva a los trabajadores. Yo aquí me demoro un rato. –Lo pensó un momento y continuó –Dile a Carmen que sirva almuerzo para el doctor y a mi que me doble la ración de frutas y limonada.

–Mejor que sea jugo de perejil con zanahorias, –anticipó el médico. –vas a necesitar aumentar los glóbulos rojos para que no te de sueño.

–Lo que digas –aceptó Juan Carlos.

Suavemente se acomodó en el sofá y por un momento fijó la mirada en el chorro de sangre que caía en la bolsa recolectora. Imaginó que no pasaría mucho tiempo antes de que la bolsa se llenara.

El escolta regresó cuando el médico le retiraba la aguja de la vena y le limpiaba la minúscula herida con un algodón empapado en alcohol.

–Llama al coronel Suarez del ejército. Dile que pase esta noche. Necesito saber qué pasó con los guerrilleros que le entregamos ayer en la playa –sentenció.


VI

Luis Fernando levantó un poco la mano derecha y se despidió de Hugo y Francisco. En los casi dos años que tenía de conocerlos no sabía casi nada de ellos. Desde que Donaldo los presentó y los llevó para que vivieran juntos en la hacienda no habían cruzado palabras serias mas de tres veces.

A juicio de Luis Fernando ellos vivían en otro mundo, uno en donde no había guerra, en donde el régimen militar era un juego, y en donde no había que tener un tercer ojo en la nuca para sobrevivir.

Para él, eso de ser paramilitar no era para todo el mundo, y cuando pensaba en todo el mundo pensaba en Hugo y Francisco.

Casi siempre los veía de lejos, haciendo bromas, inventando cuentos y cortejando a cuanta mujer se les cruzaba. “No puedo con ellos y sus vulgaridades”, pensaba repetidamente. “El día que el jefe los pille correteando faldas ajenas los manda a fusilar”.

Aun con la mano en alto pensó que algún día se los volvería a tropezar. Imaginó que tendrían suerte y que quizás, sobrevivirían a dos o tres combates. Luis Fernando estaba convencido que no tenían lo que se necesitaba para enfrentar a la guerrilla.

Y tendría razón, ninguno sobreviviría la primera refriega. A ambos los matarían guerrilleros con fusiles horqueteados antes de que se escucharan los primeros tiros en las afueras de San José de Apartadó, una semana después.

Cuando la nube de polvo que había dejado la camioneta se disipó Donaldo se acercó a Luis Fernando.

–Mañana lunes nos vamos para el guayabero con Juan Carlos. Ponte el uniforme nuevo y las insignias que te entregué la semana pasada. El fusil te lo dan allá cuando lleguemos –le explicó Donaldo.

–¿Llevo intendencia para varios días? –preguntó.

–No. La vuelta es de un día. En la noche regresamos a la hacienda –respondió cortante el jefe de seguridad.

Luis Fernando juntó el talón de sus botas en señal de respeto y obediencia, dio media vuelta y se marchó. Cuando Donaldo dejó de verle la cara, sonrió complacido. “Al fin voy a entrar en acción”, pensó.


VII
    
El domingo en la noche Juan Carlos, José y el médico se reunieron alrededor de la mesa de centro en la que Carlos acostumbraba extender planos, mapas y cartas topográficas para exponer y explicar los planes de guerra.

-Donaldo ya sabe lo que tiene que hacer. Yo llego al caserío en la mañana y doy varias vueltas para que me vean todos. Después me cambio y me voy en una de las camionetas monte arriba. El resto de mi gente se queda ahí y espera a que llegue Donaldo con sus hombres –contó Juan Carlos.

–Apenas estés fuera de señal me marcas por el satelital y así yo le doy le aviso al docto para que proceda –explicó José. –Lo importante es la coordinación. Nadie puede dar un paso sin que se confirme que lo puede hacer.

El médico seguía atento el hilo de la exposición. Sabía que de él dependía el éxito del atrevido plan.

­­–Yo ya le expliqué a Donaldo dónde tiene que darle los tiros para que se desangre rápido. Incluso le pinté en el maniquí los puntos exactos en la pierna y el cuello. Lo ideal es que al cuerpo no le quede ni una sola gota y que lo podamos trasladar sin riesgo de que contamine la fosa en la que aparecerás muerto –complementó el galeno mirando fijamente a Juan Carlos.

José dio tres pasos y abrió la nevera con puerta de vidrio que permanecía bajo llave y en la que guardaban las seis bolsas de sangre que le había extraído al menor de los hermanos en los últimos meses.

–La sangre de mi hermanito me la llevo esta noche y después de mediodía se la entrego a Donaldo para termine los preparativos con el doble.  

Juan Carlos suspiró hondamente al ver su sangre. Le dio la mano al médico para despedirse y caminó junto a José hasta la puerta. 

­­–Okey, no se diga mas. Mañana me muero –finalizó Juan Carlos.

VIII

Donaldo puso su mano derecha sobre la pierna de Luis Fernando y lo despertó.

–Ya es hora –dijo.

Estaba oscuro aún. Luis Fernando encendió la linterna de mano que colocaba en el piso junto a la cama. 

–¿Ya sirvieron el café? –se atrevió a preguntar.

Donaldo ni lo miró. Se alejó dando zancadas y sin hacer ruido. Luis Fernando lo siguió en medio de la oscuridad y del tenue reflejo de un fogón, que, a lo lejos, permitía imaginar que algunos hombres se aprestaban a levantarse y salir en misión.

Luis Fernando lucía impecable con su uniforme nuevo, igual que lo haría su jefe.

Vestido así, cualquiera lo habría confundido. Si se quedaba callado, de seguro darían fe de que quien estaba ahí era Juan Carlos y no él.

Donaldo, Luis Fernando y Milton, uno de los hombres de mas confianza de Donaldo, condujeron un par de horas por trochas hasta llegar al final de un camino de mulas. Descendieron de la camioneta, estiraron las piernas y por indicaciones de Donaldo comenzaron a adentrarse lentamente dentro de un matorral.

Ya eran cerca de las 10 de la mañana y Luis Fernando se quejaba mentalmente de no haber bebido ni un solo sorbo de café. Para alguien como él, acostumbrado a la vida en el campo y levantarse antes de que saliera el sol, el café negro de la mañana indicaba el comienzo de cualquier jornada. Sin café nada funcionaba.

Adelante iba Milton y atrás de Luis Fernando, a unos tres metros de distancia, Donaldo. Nadie hablaba, ni los pájaros, ni los grillos, ni el viento. Nada de nada.

Lo único que se percibía era el roce de las botas contra las hojas secas.

Luis Fernando estaba ensimismado cuando Milton detuvo la marcha y se paró frente a una pequeña construcción de ladrillos, techo de zinc y piso de cemento que, de seguro, había sido usada como porqueriza.

–Llegamos –dijo Donaldo.

Luis Fernando se sorprendió al ver la construcción y se volteó para preguntarle a qué hacían allí.

El primer tiro le pegó en el cuello y le atravesó la yugular. Sorprendido Luis Fernando colocó las manos al frente para tratar de cubrirse. El segundo tiro le dio en el estómago y el tercero en el borde interno de la pierna. Los lugares que el médico había marcado en el maniquí y provocarían que se desangrara rápido.

Donaldo necesitaba impactarlo dos veces mas. Una de las balas tenía que destrozarle la mandíbula, por si a alguien se le ocurría tomarle la impresión de los dientes.

Mientras Milton arrastraba el cuerpo hasta el chiquero, Luis Fernando recordó a Rosa y volvió a imaginar su casa de las afueras. Su agonía no le alcanzó para pensar ¿Por qué o para qué lo habían matado?   

“La muerte de Luis Fernando fue sin dolor”, pensó Donaldo.

Durante los siguientes 40 minutos Milton pisoteó y apretó cada parte del cuerpo. Rudimentariamente desangró a Luis Fernando. Después lo cargó y lo tiró en una fosa recién cavada en donde cabrían al menos 5 cadáveres más.  


IX

Pasadas las 4 de la tarde, Donaldo y Milton vieron llegar a José y al médico con las seis bolsas de sangre de Juan Carlos.

El galeno constató que la fosa había sido recién abierta y que la tierra permanecía húmeda y suelta. A su juicio la tierra mojada ayudaría a una mejor y más rápida descomposición.

El cuerpo fue depositado en el centro de la fosa y sobre el vertieron la sangre.  Milton le abría lo que había quedado de boca y con la ayuda de una jeringa para ganado le inyectaba la sangre hasta el estómago. Hizo lo mismo con cada herida abierta que los balazos habían dejado. La tarea les tomó menos de 20 minutos. 

Cuando terminaron, Donaldo le pidió a Milton que colocara el cadáver de lado. Antes de que el subordinado cumpliera la orden, Donaldo le disparó mortalmente en el pecho mientras le sonreía con tristeza. 

–Sabías que esto podía pasar. Te podías convertir en un problema con todo lo que hiciste y viste –le dijo con voz pausada. –A tu mamá le van a llegar 12 millones y todo mi cariño. Ella va a saber que te moriste por la causa.

Donaldo disparó otra vez. La bala entró por la frente y le destrozó el cráneo al salir por detrás.

“La muerte de Milton fue sin dolor”, pensó Donaldo.


X

El médico atravesó apresurado el pasillo y se sentó frente al televisor que estaba en la sala y que su esposa Raquel había encendido minutos antes.
El noticiero contaba que la fiscalía había confirmado que uno de los cuatro cuerpos hallados dentro de la fosa era el de Juan Carlos. “Confirmamos en un 99 por ciento que el ‘adn’ encontrado, corresponde al ex jefe de la organización paramilitar”, decía un hombre enfundado en un vestido de tres piezas, al parecer, una talla mas grande.

El médico no dijo ni una sola palabra, pero una tenue sonrisa adornó su cara. Raquel, por el contrario, tenía la mirada fija en el monitor. Se sentía angustiada, asustada, desprotegida.

– ¿Y ahora que vamos a hacer? –, preguntó.

– Nada. La vida sigue igual–, respondió fríamente el esposo.

El médico se levantó del sofá apenas terminó el noticiero, le dio un beso a Raquel, recogió las llaves de su carro y salió de la casa camino al consultorio privado en el que atendía después del almuerzo.

Antes de cerrar la puerta de su carro, un hombre de unos 30 años se le acercó caminando.

–¿Usted es doctor?, pregunto con tranquilidad.

–Si, pero solo atiendo con cita, –respondió sin prestarle mucha atención.

El desconocido sacó con agilidad un revolver calibre 38 de una mariquera y le disparó cuatro veces a quemarropa. Uno de las balas le dejó un gran orificio en el lado izquierdo del cuello y el mentón.

Mientras caminaba sin inmutarse y doblaba la esquina, el hombre llamó por celular.

–Lista la vuelta–, dijo a quien le contestó. 

Del otro lado de la línea, con un retraso de cuatro segundos, se escuchó la voz de Donaldo.

–Tu mamá recibirá esta misma tarde la plata y el cariño de la organización–, contestó antes de poner en silencio la llamada y transmitirle con una sonrisa la noticia a Juan Carlos.

–Lista mi parte, respondió para si Juan Carlos. Ahora le toca a José desaparecer–.

El menor de los hermanos revolvió suavemente los cubos de hielo que flotaban en la limonada que su esposa le acababa de servir.

A lo lejos, en el corral que daba contra la gran casa, se escuchaban cientos de siseos de avestruces, un particular silbido que hacen los machos cuando están en celo.

FIN
-.

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