LOS CONDENADOS

 

El mundo estaba bien. Verde el campo, azul el mar, cristalinos los ríos.

La reina dominaba con sabiduría y precisión. Y como una gran colmena, las obreras labraban la tierra y recogían el alimento. Los zánganos mayores fertilizaban los huevos y los poderosos soldados protegían el reino. Todo funcionaba bien, muy bien.

Una noche, en medio de un insípido aguacero, una fresca brisa llegó hasta la posada de los zánganos menores, los que podían pero no tenían derecho a fecundar, los que nunca gozarían. Lo que serían  convertidos en soldados de la primera línea para ser sacrificados a nombre de las guerras sin fin.

La suave brisa acarició la piel de los condenados y los hizo erizar. A varios se les perdió la mirada en el infinito y dos desconocidas e incomprendidas palabras aparecieron un sus mentes: “sin embargo”.

La mañana siguiente despertaron otra vez en el mundo donde todo estaba bien, sin embargo, algo era distinto. Los de mirada perdida pensaron que algo faltaba.

Cada vez que pensaban en “sin embargo” recordaban la suave brisa y un vacío inmenso se apoderaba de ellos. Algo nuevo los energizaba y los hacía pensar en la inmortalidad.

La Reina despertó reinando, como siempre. Escogió a sus eyaculadores preferidos, los mas diestros en el arte de sexuar.  Ese día pronosticó gran actividad, pensaba superar su registro y copular 10 mil veces mas que la última vez. 

La faena estaba a medio promediar cuando un tenue murmullo pronunciado junto a su oído le "encrispó" el lomo, le sacudió las trompas y la hizo recordar su condición vital.

Cerró sus patas y con un solo movimiento se levantó del lecho habitual. Estaba desconcertada. No sabía lo que pasaba, ella, la reina.

Molesta se reunió con las obreras. Nadie dijo nada pues ellas no sabían nada.

Inquieta convocó a los soldados. Ninguno dijo nada pues ellos no sabían.

Asustada preguntó a los zánganos. Nadie dijo nada pues ellos nada sabían.

Con los condenados no se reunió. Eran inferiores a su digna condición real.

Antes de que se apagaran las luces del día los condenados protagonizaron un sangriento festín. Mataron a los soldados y desmembraron a los zánganos superiores de toda la colmena. Arrastraron la muerte por todos los pasillos y cuevas hasta llegar al lecho real.

Fornicaron con la reina. Tres veces cada uno. Ella rompió su registro antes de caer fundida, muerta.

Su cadáver fue abandonado en la habitación donde miles y mas dejaron sudores, penas y amores sin comprensión.

Pasaron instantes, la realidad trascendió y el caos se disipó. Las obreras se reunieron y votaron, escogieron a una entre ellas como nueva reina. Prometió paz, desarrollo y mas prosperidad. Su mandato duró un rumor. Fue desmembrada virgen y  también murió. 

Las que convocaron la apresurada elección fueron castigadas. Expulsadas y des-aladas para que el resto de sus vidas no volvieran a conquistar los cielos, se arrastraran por tierra como hormigas y tuvieran que mirar siempre bajo sus patas.

Las que a tiempo comprendieron que el “sin embargo” había llegado, aceptaron de inmediato su papel, el mismo que rechazaron en el comienzo de los tiempos, el papel que la naturaleza les había encomendado cumplir y disfrutar.

La sumisión femenina era ahora ley de la naturaleza. Ellas tendrían que mirar a los ojos para sexuar y recibir el semen directo del macho condenado, convertido desde hoy en zángano y soldado.

Ya no habría una reina para muchos. Cada macho tendría una y cada una tendría un macho. Las féminas caminarían a su lado y solo se le adelantarían para provocarlo, excitarlo y hacerlo gozar.

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