PANDEMIA

PANDEMIA 2020

"EN CARTAGENA EL VIRUS SE MUERE"


Pedro volvió a salir de su casa en Olaya Herrera. Esta vez no lo hizo para evadir el sofoco que dejan los cortes programados de luz, sino para suplicar a un compadre un préstamo de 20 mil pesos para comprar yuca, huevos y panela. 

La mujer con la que ha tenido 3 hijos y a la que ha prometido muchas veces regalarle un juego de comedor nuevo, lo volvió a sentenciar: "Esta noche duermes solo. Y ahora si te vas a cuarentena de dos semanas, no como hiciste hace tres días que te me metiste a escondida".

Pedro sonrió sabiendo que ella no cumpliría su promesa mas allá del fin de semana.

"Si no consigo la plata donde mi compadre Alfonso voy donde el docto Oscar en Manga. Yo se que él, con tal de no verme la cara otra vez, me da 100 mil".      

"Vea pues", le respondió la mujer a su iluso marido mientras lo bembeaba.

Desde que a la gente le entró la paranoia Pedro no trabaja. Nadie quiere comprar ropa usada o intercambiar metal por escobas, traperos o vasijas de plástico. 

Se ven lejos los días en que la gente hablaba del murciélago que se había convertido en virus y mataba chinos en el otro lado del mundo.

"En Cartagena el virus se muere. No aguanta el 'culo de caló' del mediodía" decían unos. 

"Con tanto parásito que yo he cogido en las empanadas, los bollos, el peto y los jugos amarillos y colorados que venden en la calle, yo estoy 'vacunao', compa", respondía otro. 

Folclóricas y similares eran los comentarios y las respuestas.  

Pedro caminó rápidas las primeras cuadras, después se hizo lento por el calor, y no eran las 4 de la tarde siquiera. Vio a muchos pelaos en las esquinas sin hacer nada mas que estar reunidos, y a unas cuantas mamás gritándoles para que entraran y el virus no los agarrara. 

Tocó a la puerta de su compadre Alfonso en Daniel Lemaitre varias veces. Escuchó algunos murmullos y vio sombras que se movían inquietas tras los velos de las ventanas de la sala.

"Quién es?", por fin preguntó una mujer.

"Marta, soy Pedro", respondió al reconocer la voz de la mujer de Alfonso. 

Volvió a escuchar murmullos, esta vez más intensos y descarados. Creyó que discutían.

"Alfonso no está. Viajó a ver a su papá en Arenal", respondió casi convencida la mujer.

"Compadre, se que estás ahí. Te alcancé a escuchar la voz", dijo. "Vine para que me prestes 20 mil pesos y el lunes te los pago.

El velo de la ventana se corrió y dejó ver la cara de Alfonso y tras de él los gestos de su enfurecida y molesta mujer.

"Compa, la verdad es que no tengo. El patrón me echó del trabajo el martes y lo que me dio no me alcanzó para el mercado. El 'cachaco' además no me quiere dar fiado", le explicó apenado.

En el fondo Pedro entendió la situación. La mujer de Alfonso tenía el genio pesado y cuando se 'emputaba' su compadre tenía que irse varios días a la finca de su papá. Cuando regresaba volvía con sacos de yuca, mangos y gajos de plátano, pero ni eso impedía que ella lo recibiera con retahílas y reclamos.

Apenas dobló la esquina a Pedro se le quitaron las ganas de caminar hasta Manga. Ya era de noche e imaginó que su mujer la habría guardado algo para comer. 

De camino a su casa pasó por donde ya había caminado. Vio correr presurosos a unos cuantos pelaos. Cargaban bolsas de mercado, botellas de aceite y dos motas de trapero. 

Tras de ellos, lejos, dos policías en moto gritaban, con las armas apuntando al cielo, que entregaran lo que acababan de robar en el supermercado que queda sobre la Pedro de Heredia. 

Pedro lo vio todo en cámara lenta. Pensó que eso ya lo había visto. 

Echó cabeza mientras avivaba las zancadas para llegar a su casa. Una cuadra antes de doblar la esquina final, su mente se despejó. Recordó que vio a muchachos como los de esa tarde, correr después de saquear un almacén y un supermercado en Ecuador, en la costera y calurosa ciudad de Guayaquil.

Recordó que los vio en televisión cuatro días antes de que comenzaran a aparecer abandonados en las calles los muertos que nadie quería velar.    

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LOS DE SIEMPRE SOBREVIVIRÁN 


La pandemia puede ser el resultado de un accidente provocado por un carnívoro deseo o de un controlado ejercicio de control de población diseñado para aniquilar a viejos, enfermos, incautos y pobres.

La verdad no lo sé, pero no sería la primera vez que alguno de los dos eventos sucede. 

Lo que si sé es que volvemos a ser víctimas del antropófago hombre, de su sed de poder, de su postración frente al dinero, de su desmedida e inagotable ambición.

Como en el pasado, los de siempre se refugian en castillos, fincas y edificios, rodeados de soldados, guardianes y escoltas.

En sus alacenas guardan toneladas de granos, frutas, verduras, carnes, embutidos, pastas, enlatados, vinos, hierbas y especias, todo lo que en las calles falta o escasea. Acaparan tanto que ni mil cuarentenas juntas acabarían con sus suministros.

Dentro de sus predios son atenidos, cuidados y mimados por esclavos, cocineras, mucamas, empleados. Varios ejércitos de civiles que además, sirven como carne de cañón en eventuales batallas o son entregados para ser apedreados, ahorcados, fusilados o degollados cuando la dispersa y masiva "masa" exige sangre azul.   

Si, son los mismos de siempre, los que que no pusieron muertos durante la peste negra, el cólera o la gripe aviar.

Ninguno de ellos tirará cadáveres contaminados a la veda del camino, frente a las puertas de castillos o las entradas de las fincas. Bueno, a menos que sean de sus enemigos, de incomodos vecinos o de detractores políticos o sociales. 

Estos cuerpos, en particular, dejarán la vida por otras razones, y ellos, estratégicamente, se encargaran de que no se hagan autopsias o preguntas indiscretas.

Entre ellos, los de siempre, no habrá muertos, y no es un tema estadístico. Ellos no se contagiarán, enfermarán o sufrirán de insuficiencia respiratoria, simplemente porque el virus no es para ellos y nunca, óiganlo bien, nunca estará cerca de ellos.  

Para lidiar con el Covid 19, ellos tienen a sus esclavos, mucamas, cocineras y empleados. 



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