JULIAN, EL ENCOJADO
A mi Padre que me enseñó que hay dolores que se tienen que superar,
A mi Madre que me insistió para que descubriera el perdón,
A mis Hermanos que están más cerca de lo que llegué a imaginar.
_______________________________________________________
JULIAN, EL ENCOJADO
JULIAN, EL ENCOJADO
Julián se levantó cansado, sin ganas, como lo había hecho los últimos 9 años. Caminó hasta el baño que quedaba fuera de la habitación y se enjuagó la cara con el agua que la noche anterior había dejado en la ponchera[1] junto a la letrina.
- Gracias por el café – dijo, sin mirar a la mujer que pelaba con desgano unos plátanos verdes en la cocina.
Sorbió varias veces el café caliente mientras caminaba hacia la jaula de las gallinas. Su paso despertaba curiosidad ya que era difícil decidir a primera vista de que pierna cojeaba. Lo cierto es que cojeaba desde chiquito, recién cumplió los 9 años, cuando se subió a un árbol de mango para arrancar unos frutos pintones, se resbaló y cayó con todo el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda.
Ese día un primo se burló de su torpeza con tantas ganas que a él le tocó aguantar el intenso dolor y hacerse el desentendido cuando la mamá le preguntó si quería que lo llevara al sobandero para que lo aliviara.
Desde ese día su paso no fue el mismo, ni siquiera para bailar pues cuando cumplió los 18 años, una prima lejana que le gustaba mucho y a la que quería proponerle que fueran novios, lo dejó plantado en la mitad de la pista y recién había comenzado el baile porque, según lo gritó a todos en ese instante, Julián metía mucho la pierna, casi que rayando en la indecencia.
Quizás fue por el descredito que sufrió en el primer y único baile de su vida que Julián limitó todo lo que pudo el contacto con las personas y se dedicó incansablemente a trabajar en la rosa[2] que había heredado en vida de su papá.
Su cuarterón[3] de hectárea siempre estaba limpio, ordenado, con la cerca bien derecha y con robustos matarratones[4]. Los vecinos le envidiaban la buena mano para la siembra del ají dulce, la maracuyá y el tomate. Decían que cuando los sembraba “El Encojado[5]”, como lo llamaban cuando no estaba presente, a las plantas no les caía plaga ni gusano.
Julián además era un experto en la cosecha de maíz, en el corte de la caña, en la limpia de los potreros y en el arreglo de las cercas. En la vereda San José, del Corregimiento San Ignacio, su fama de buen jornalero estaba bien cimentada. El Encojado era contratado muy frecuentemente por los finqueros de la zona para bañar, vacunar, marcar y castrar el ganado. De él se decía que tenía gran pericia con el cuchillo y que los animales que pasaban por sus manos crecían y engordaban más que otros.
- Esta noche llego tarde – dijo sin ningún sentimiento y también sin mirar a la mujer que acababa de lavar una cuchara de madera, dos tazas para café y el cuchillo con que se había ayudado para pelar los plátanos verdes que se cocían sobre la estufa. Ella no lo miró ni respondió.
...
Nueve años y nueve meses atrás Julián trabajó durante 19 días en la finca de Don Miguel, un finquero de mediana riqueza que vivía a cuatro horas a lomo de mula de la vereda San José.
Don Miguel, de 72 años, tenía un lote de 81 terneros de engorde para marcar y castrar. Además quería construir en concreto una nueva rampa de embarque de ganado con escalones inclinados, una idea que vio en un película gringa que narraba la historia de una mujer autista y que él quería ponerla a prueba más por puro gusto que por necesidad.
Julián estuvo a cargo de la castrada. En su cinto tenía una pequeña y afilada navaja curva que usaba para acabar, con cortes muy precisos, con la bravura de los toretes. Lo hacía tratando de no herir o lastimar más de la cuenta al animal. No se lo decían, lógico, pero él pensaba que los toretes le daban las gracias en la mirada, después de que les había arrebatado sin mucho dolor la dignidad.
Castraba con gracia. Le gustaba que los vaqueros lo rodearan cuando empuñaba la navaja y colocaba con fuerza la rodilla sobre el vientre del animal para sacarle el aire e inmovilizarlo. Antes de iniciar los cortes, tres por cada testículo, movía la muñeca de tal forma que parecía que la navaja estaba fundida a la mano, que fuera una falange más.
Esa extraña danza de la navaja hacía que los testigos dejaran de espabilar por varios segundos y abrieran la boca para dejar salir murmullos y expresiones de admiración. Eso le gustaba a Julián, lo hacía sentir menos encojado.
También lo hacía con gusto. Le agradaba comer crudos los testículos de los animales que pasaban por sus manos. Creía, como muchas veces se lo oyó decir a los indios que descendían de la sierra, que los hombres se hacían más machos y valientes cuando engullían las nobles partes de los animales que cazaban y que mientras más resistencia y lucha hubiera dado el animal, más fuerza y valentía se transfería.
La primera noche de castración terminó a las 7 y 20. Don Miguel dio la orden cuando una de las mujeres de la cocina le avisó que la comida estaba servida. Los vaqueros se sentaron en una mesa cerca al salón donde la servidumbre colgaba las hamacas. Julián y otros dos jornaleros se ubicaron en la mesa con sillas abullonadas que usaba Don Miguel cuando se ponía al frente de las faenas de trabajo.
Eran los únicos días del año en que al patrón le servían en los mismos platos que comían los demás, claro, eso era una ilusión porque las señoras de la cocina se cuidaban de no pasarle un plato desportillado o manchado. También se cuidaban de no servirle carne con pellejos, arroz macho o yuca rucha[6]. Esa preferencia era sabida por los vaqueros pero a ninguno le molestaba. Al final, en noches como esa, todos compartirían cuatro o cinco tragos de ron de la misma botella, eso era lo único que les importaba.
A Los comensales de la mesa con sillas abullonadas los atendió Marta, una negra “cuarto bate[7]” que llevaba trabajando en esa finca mucho antes de que Don Miguel la comprara. Ella era la cocinera de confianza, la única autorizada para ordenar el menú del día cuando a los patrones se les pasaba el tema o no habían tenido tiempo en la mañana para conversar con la servidumbre.
Esa noche, sin embargo, Bernarda fue la encargada de llevar a la mesa el agua de panela. Marta le hizo el cuadre y como lo habían acordado una hora antes, cuando las mujeres de la cocina hablaban de los hombres que trabajaban en el corral, la llamó delante de todos y le pidió que la ayudara con la bebida, según ella, porque tenía las manos ocupadas.
La muchacha de 20 años recién cumplidos, pasó de inmediato las jarras a los comensales, primero a Don Miguel, después a los que estaban a su derecha y por último a los de la izquierda. Lo hizo de tal manera que dejó de último a Julián. Cuando le sirvió se sonrió sin mirarlo y le dijo casi que al oído: “Al último le toca premio. La jarra que tiene los pedacitos de panela en el fondo.”
Julián se sonrió, tratando de que nadie notara que las palabras de la muchacha le habían hecho bombear más sangre a la cara. En la mesa nadie lo notó pero en la cocina se escuchó una fuerte carcajada que los hombres no supieron explicar pero que Julián supo que él la había provocado.
Bernarda no era la más agraciada de todas las mujeres en edad de merecer que trabajaba en la finca pero llamaba la atención porque su pelo le caía libremente sobre la espalda. Muy diferente al de las otras que pasaban horas halándoselo y echándose gomina para tratar, infructuosamente, de volverlo lacio.
La muchacha le debía la finura del pelo a su papá, un hombre que nunca conoció pero que, según le contaron, era tan blanco como la leche, y tan flaco y cabezón como un fósforo de papel parafinado. Un hombre con el que su mulata mamá se acostó por la simple curiosidad de saber cómo era tener sexo con un hombre con la piel mucho más clara que la de ella.
- ¿Se va a dormir sin decirme nada, ni las gracias por darle la ñapa[8]? – le preguntó sonriente Bernarda cuando todos los demás se habían levantado de la mesa.
- Gracias -dijo- No estoy acostumbrado a que me atiendan mujeres. Usted disculpe – Insistió, mirando de reojo a la muchacha.
- ¿Es que no tiene mujer? -preguntó ella coqueta.
- Nunca. No he tenido tiempo.
- ¿Nunca? Eso no se lo creo. Debe ser que usted es muy travieso, así como es con el cuchillo de los toros y por eso las mujeres no le aguantan - Insistió la muchacha en un tono que hasta ella misma dudaba de lo que acababa de decir-.
- Nunca, créame - dijo Julián, casi que suplicando-.
- Está bien le creo. Acompáñeme a recoger agua de la alberca. Mire que me puedo perder de venida - dijo Bernarda mostrando una pícara sonrisa-.
Julián recogió dos baldes y caminó detrás de la muchacha sin pronunciar palabra. Ella llevaba una linterna a la que tenía que darle golpes a cada rato para que no se apagara. Hablaba de la noche anterior y de lo mal que la había pasado por culpa de los jejenes[9] que se le colaron por debajo del toldo[10]. El casi no la escuchaba. Se había quedado pensando en lo que le acababa de decir la muchacha sobre el manejo de la navaja para castrar.
-¿Por qué me dijo eso? -se preguntó-. ¿Será que el hombre debe saber cortar bolas para poder estar con una mujer?
Había comenzado a tejer una hipótesis cuando la muchacha le quitó uno de los baldes de la mano y lo sumergió suavemente en la alberca a la que acababan de llegar. No se veía nada. Tampoco se oía nada. Solo la respiración de los dos y el ruido que hizo el balde cuando la muchacha lo sacó de la alberca y lo colocó a un lado.
- ¿Por qué no me muestra como mueve su cuchillo? - dijo de manera insinuante Bernarda.
- ¿Aquí con esta oscurana[11]? -respondió inocente Julián.
- Sí, aquí - insistió ella.
Julián comenzó a desabrochar el estuche en el que cargaba la navaja curva cuando sintió las manos de ella sobre su cintura. Bernarda lo empujó suavemente contra el borde de la alberca y pegó su cuerpo lo más que pudo al de él. – No me refería a ese cuchillo – le dijo en tono bajo, rozando con sus labios la oreja izquierda del experimentado castrador.
Después de sufrir un extraño pero agradable susto, Julián se dejó llevar. Debajo del faldón que cubría la pálida piel de Bernarda descubrió una pequeña cintura forrada por delgados músculos, una bien definida cadera y unas pequeñas pero macizas nalgas.
Lo que pasó durante los siguientes minutos en los que el castrador dejó que los instintos lo gobernaran marcaron para siempre su destino.
...
Bernarda calentó en una pequeña olla los plátanos verdes que cocinó en la mañana y se sentó en la mesa del comedor. Les echó encima un poco de suero[12] y se los comió sin ningún gusto. Otra vez pasaría la noche sola.
Se lavó la cara, las manos, los pies y se acostó. Se lamentó de no haber realizado más oficios para estar más cansada y no tener que pasar horas en vela, pensando en lo que había hecho con su vida. “Dios mío, has que me perdone”, rogó.
Cuando Bernarda conoció a Julián él tenía 31 años. Lo vio llegar sobre un viejo caballo color azafrán a la finca donde trabajaba. Le pareció un poco engreído y no le suscitó ningún tipo de interés. Durante todo el día, sin embargo, sus compañeras de oficio no dejaron de hablar de él. Decían que era el mejor candidato para marido de la región, que era muy bueno para amansar bestias y que tenía bien ganada la fama como el mejor castrador de la región.
Oyó tanto del hombre mientras picaba los alimentos que comerían esa noche que dejó que la mente jugara con la imagen del recién llegado. Un juego mental que nunca antes había practicado pero que la hizo explorar bajos y extraños instintos.
Imaginó que el castrador la enlazaba como un ternero y la amarraba al poste central del corral. Que bruscamente le subía el faldón, le bajaba las pantaletas, le daba manotazos en las nalgas y la marcaba con el hierro caliente del ganado. En su mente repitió varias veces y con lujo de detalles el violento episodio.
Después cambió el corral por una cama, las amarras por una suave sábana color rosa y las nalgadas por intensos besos. Sus labios se mojaron con cada nueva versión. Una fascinante sensación de placer se apoderó de ella y la ensimismó, tanto que un entrecortado quejido la desenmascaró frente a sus colegas en la cocina.
- Jajaja. ¡Niña! ¿Qué estás haciendo? - Preguntó la jefa de las cocineras mientras reía a boca llena – Ni que tuvieras la mano dentro de las pantaletas. ¿Quién te hace estremecer así?
- ¡Nadie! - Respondió un poco asustada.
Bernarda se sorprendió al descubrir que el placer se le había salido del cuerpo y que todas se habían dado cuenta.
– La verdad es que… - siguió ya más tranquila - Es ese hombre del que ustedes tanto hablan.
- jajaja, - volvieron a reír con fuerza las mujeres de la cocina.
– Se llama Julián. - dijo una de ellas - El Encojado.
Las bromas siguieron por más de una hora. Entre escandalosas carcajadas y risas de complicidad las mujeres de la cocina continuaron sus labores. Después casi todas perdieron interés en el quejido de la joven y su franca confesión.
Para Marta, la jefa de la cocina, el tema no fue sepultado y al rato habló con Bernarda. Le planteó una estrategia para que la joven y el castrador se conocieran. Ella se sentía en la obligación de buscarle un buen hombre a la joven que, según ella, se estaba quedando para “vestir santos[13]”.
Bernarda aceptó la propuesta. Para ella el juego seguía. Quería tantear los terrenos del amor y ver que resultaba de la aventura que, según pensaba, duraría pocos días, tanto como la jornada de castración.
En la noche, de camino a la alberca en donde cada noche recogía agua para lavar la loza de la mañana siguiente, Bernarda caminó delante de Julián. Sin sentirse apenada, le había pedido minutos antes que la acompañara a cargar los baldes, un pretexto para estar a solas, sin curiosas miradas.
Acortó el paso para dejar que el casi que la tropezara. Quería sentir su olor. Descubrió que el sudor de hombre, revuelto con el olor a ganado, la excitaba.
A su modo le preguntó a Julián sobre su situación sentimental. Satisfecha por la respuesta que le dio no insistió con el tema y habló de otras cosas sin importancia. Deseaba distraer el pensamiento para no seguir mojando sus pantaletas con cada paso. No pudo.
Se imaginó que restregaba sus duros senos contra el pecho de Julián, que se transformaba en una larga culebra y que se enrollaba hábilmente en el cuello del castrador. Que lo apretaba con fuerza y lo hacía respirar entrecortado hasta dejarlo inmóvil, casi sin respiración. También fantaseó con sus manos, con su habilidad para tantear genitales y dar cortes sin generar dolor.
Imaginó todo, menos lo que pasó cuando los dos cuerpos se estrecharon bruscamente, cuando se recostó contra el muro de la alberca y entreabrió sus piernas para dejar pasar al castrador.
...
Julián se movió torpemente. Era la primera vez con una mujer, realmente era la primera vez. Nunca antes, ni siquiera, se había masturbado o detenido a observar con curiosidad sus genitales. Las veces que tuvo sueños no se enteró pues no recordaba nada al despertar. Para él, el sexo no existió hasta esa noche.
El Encojado perdió su virginidad física en medio de descoordinados y arrítmicos movimientos, y su virginidad mental escuchando los incontrolables sonidos que salían de su propia boca, gemidos que bloquearon su mente y que no lo dejaron pensar en nada diferente a lo que hacía en ese instante, a lo animal que se sentía mientras se metía con fuerza, una y otra vez, dentro del cuerpo de la cocinera.
De un momento a otro la hombría de Julián palpitó y con una enorme presión arrojó toda su masculinidad en el interior de Bernarda. Fue como si abriera por un instante la gruesa manguera de un carro de bomberos, un chorro caliente que ella sintió y que la golpeó por dentro.
Tan rápido como todo comenzó, todo terminó. Julián se quedó inmóvil. Se sintió extraño, incomodo. Nueve segundos después se separó de la mujer de la que solo conocía el nombre, a la que no había mirado más de dos veces y por la que no sentía nada.
Lo que acababa de experimentar lo asustó. La incontrolable fuerza que minutos antes lo había dominado ya no estaba. Sintió pena por haberse mostrado animal y semidesnudo frente a una desconocida, frente a una mujer. Su mente se llenó de pensamientos que lo hicieron sentir culpable.
Bernarda se subió las pantaletas y se acomodó el vestido. Una conocida sensación de frustración se apoderó de ella. No era lo que había imaginado. Acababa de tener un insípido sexo con un hombre del que no conocía casi nada, por el que no sentía nada.
Excepto el instante de la eyaculación, cuando sintió un leve placer, creyó que esa noche no quedaría guardada en sus recuerdos.
En silencio agarró los dos baldes y comenzó a caminar de regreso a la casa. Julián se quedó rezagado un par de pasos atrás, sin hablarle y sin atreverse a pedirle que lo dejara cargar el agua.
No habían pasado más de veintisiete segundos ni recorrido noventa metros cuando Bernarda aflojó las manos y dejó caer pesadamente los baldes. Uno de ellos cayó de lado. Toda el agua en su interior se derramó y mojó buena parte del estrecho camino. De inmediato la tierra se volvió fango.
Un extraño e intensó calor la recorrió por dentro, desde lo profundo de su vagina hasta el borde de los labios exteriores, de ida y vuelta varias veces. Bernarda cayó de rodillas mientras con sus dos manos se agarraba la intimidad como tratando de que el calor no se le saliera del cuerpo. Se apretó fuertemente su, ahora, duro clítoris.
Estaba empapada, con las pupilas echadas hacia atrás. Con la boca apretada dijo palabras sueltas, expresó agrado, sonrió, frotó la entrepierna con las manos, gimió, manifestó angustia, descontrol, hizo muecas. No entendía qué pasaba pero le gustaba, le gustaba mucho, como ninguna otra cosa que hubiera conocido o probado antes.
Varias veces quiso levantarse pero el cuerpo no le respondió. Cada vez el fuerte calor regresó a su cuerpo y la hizo sentir un nuevo intenso placer. Se dejó llevar con agrado, no tuvo ninguna razón para negarse un gozo hasta ese día le era desconocido, una sensación que ni siquiera había vivido o imaginado en sus más húmedos sueños.
Julián no parpadeó ni un solo instante. Pensó que una culebra o algún desconocido animal le habían inyectado un mortal veneno. No supo qué hacer, si levantarla y cargarla o correr a la casa a pedir ayuda. Al final no hizo nada. Se limitó a verla y escucharla.
El Encojado concentró todos sus sentidos alrededor de la muchacha en un fallido intento por descubrir lo que pasaba. Todo era nuevo para él. Pensó que la cocinera sufría porque se quejaba, también caviló sobre su sonriente cara y los extraños movimientos que hacía mientras se revolcaba suavemente sobre el recién formado lodo.
El caliente semen de Julián había tenido un efecto retardante en el sexo de Bernarda. Era como si la secreción del castrador hubiera adormecido inicialmente los puntos de contacto, los puntos de roce y placer del cuerpo de la joven cocinera. Una extraña sensación de anestesia que adormecía lo que untaba y que aplazaba el placer para hacerlo explotar con más intensidad y elevarlo a una potencia superior.
Ese era el secreto que contaban los indios de la sierra, que los buenos “corta bolas” ganan las características sementales de los animales que pasan por sus manos. Una transferencia de virilidad, de potencia y de capacidad para preñar que pasa de castrado a castrador a través del aire común que respiran, del roce de las manos del hombre con los genitales del animal, del cruce final de miradas cuando todo ha acabado y del amargo sabor que dejan los testículos en la boca de quien los engulle.
En la historia, sin embargo, nadie había registrado la secuela retardante, nadie había contado la dimensión de los efectos que un semen recargado podía provocar, ni el abundante placer que podía llegar a generar en el cuerpo de una mujer. Era una nueva experiencia, un fenómeno animal, un inexplicable prodigio de la desconocida naturaleza.
Una vez más la joven cocinera intentó ponerse en pie pero el impulso le hizo sacudir nuevamente el interior. Era un clímax sostenido que nublaba la mente y que no la dejaba pensar más que en placer, en una infinita sensación de disfrute, para ella, imposible de contar con mil palabras.
Envuelta en barró por fin descansó. Con los ojos adormecidos miró a Julián y sonrió.
Sus sensaciones dominaron el corazón y la sometieron. Deseó para siempre el semen de Julián. Los flujos del encojado, del castrador, del desconocido que la hizo parir, sin estar embarazada, nueve orgasmos en 3 minutos y 30 segundos.
Esa noche, en ese instante, la joven cocinera se enamoró con la vagina.
...
Las dieciocho noches siguientes pasó lo mismo. Julián y Bernarda iban juntos a la alberca y tenían sexo y el clímax llegaba en dos tiempos, escalonado. Primero él y minutos después ella.
El fenómeno era fácil de explicar aunque muy, muy difícil de repetir. A lo largo de su vida el sistema endocrino de Julián se había reforzado de tal manera que el esperma que fabricaba alcanzaba niveles de alcalinidad muy superiores a las que producen los hombres normales. Esta característica se debía al elevado nivel de abstención que alcanzó al llegar virgen a los 31 años con un sistema de producción de esperma casi sin desarrollar, y a la ingestión frecuente de los testículos animales, la mayoría de las veces con rastros de líquido seminal.
Para complementar el fenómeno, cuando Bernarda alcanzaba altos niveles de excitación, su matriz elevaba la temperatura por encima de los 39.5 grados de temperatura y producía un líquido lubricante con una mayor concentración de hidrógeno, es decir, con un PH por encima de los 7,45; un pequeño pero muy significativo trastorno que hacía que el alcalino semen de Julián generara la ya conocida explosión dentro de su cuerpo.
Claro está que para que se desencadenara el estallido de sensaciones tenía que haber un vacio previo
A juicio de reconocidos científicos, el fenómeno era único y casi imposible de repetir, inclusive en los más sofisticados y completos laboratorios del mundo.
La pareja comenzó a perfeccionar la técnica pero nunca pudo alcanzar los orgasmos juntos, ni siquiera lograron que él permaneciera dentro hasta que ella llegara la primera vez. El tenía que salir apenas se desfogaba pues sentía que su propio semen le quemaba.
El tiempo de diferencia entre el único de Julián y el primero de los muchos de Bernarda era de al menos veintisiete segundos. Ella se preparaba, se acomodaba en el suelo y con sus manos recorría el cuello, el pecho, la barriga y sus partes íntimas. Se apretaba fuerte, muy fuerte cuando comenzaba la lluvia de sensaciones.
El castrador encojado se sentaba a su lado y la veía. Todos los sentidos se le agudizaban, tanto que alcanzaba a oler en la distancia los mangos maduros que se encontraban a más de doscientos metros de la alberca, a un lado de la casa, y que le traían recuerdos de su niñez, de cuando sus pies caminaban sin marcar diferencia.
Julián contemplaba a la joven cocinera hasta quedar satisfecho, se extasiaba, sentía que el sexo se transformaba en cariño, en querer, en amor, en necesidad. Una noche, quizá la novena, el experimentado castrador se enamoró con el corazón.
En la finca de Don Miguel todos supieron lo que pasaba junto a la alberca cuando el sol se encubría en el horizonte, cuando la pareja agarraba los baldes en busca de agua. Los primeros días hubo risas, murmullos y comentarios de todo tipo. Marta, la jefa de la cocina, se jactaba de su buen ojo para armar parejas y del papel que protagonizó el primer día, cuando cedió su turno frente a los comensales para facilitar el crucial encuentro.
A la recién formada pareja nada le importaba. Lo que sentían estaba por encima de cualquier palabra, gesto de agrado o contrario. Ellos estaban ensimismados en su propio enamoramiento. Él, un hombre que estaba despertando a la sexualidad, que comenzaba a aprender, a disfrutar y a conocer hasta donde era capaz de llegar, y ella, la joven ansiosa que exploraba desconocidas sensaciones y que las llevaba al máximo, hasta jactarse, una y otra vez.
El fin de la jornada de castración llegó con el día 19. Esa mañana Julián ensilló su caballo muy temprano, desayunó bien cargado y sacó cuentas con Don Miguel. Le agradeció por el llamado al trabajo y se puso a las órdenes para futuras tareas. Don Miguel le agradeció su disposición y le prometió que lo llamaría tan pronto necesitara su pericia con el cuchillo y su experiencia con las faenas propias de las fincas.
No lo habían acordado, ni siquiera lo habían discutido pero cuando el castrador comenzó a despedirse de sus compañeros de trabajo y de las mujeres de la casa, la joven cocinera hizo lo mismo.
Mientras Julián ensillaba el animal ella había recogido todas sus prendas. Tres vestidos, tres enaguas, tres camisetas, dos mochos, un par de abarcas, un par de zapatos negros para salir, un par de chancletas, cinco pantaletas, unas medias cortas de licra, un estuche con colorete, labial y espejito, y una pequeña carterita en la que guardaba la cédula, una libreta de apuntes y tres fotos tipo carnet de la mamá y de ella cuando era más chiquita. Todo cupo en un pequeño bolso que se colgó al hombro.
El viaje a caballo les tomó nueve horas. Había lloviznado en la madrugada y parte del camino de tierra se transformó en jabón por lo que tuvieron que andar más despacio. Además la sobrecarga hizo que las paradas para que la bestia descansara fueran frecuentes.
A las cinco de la tarde a Julián se le dibujó un gesto de agrado en su rostro. Se inclinó adelante sobre la silla de cabalgar y con un quiebre de la mano y un leve jalón levantó el seguro metálico que estaba pegado a un grueso tronco de matarratón. Apretó los talones y el animal atravesó sin ninguna dificultad el portillo fabricado con alambre de púas.
A primera vista las casi tres semanas de ausencia no había mermado la belleza del cuarterón. Seguía limpio, con el camino bien trazado y sin rastrojos, con las rosas y los bonches florecidos y las matas de yuca con la tierra abierta a sus pies, listas para ser descuajadas.
A Bernarda, quien durante todo el viaje había permanecido apretada a la espalda de su hombre, el paisaje no se le hizo del todo agradable. La casa pintada de blanco, con cal, le pareció muy chiquita, el baño ubicado muy lejos, un poco desorganizado el frente y definitivamente, la falta de energía eléctrica, un verdadero castigo.
Julián no lo notó. Él estaba demasiado contento con el reencuentro de lo suyo, con la tierra que le daba para vivir. La alegría aumentó cuando una suave brisa sacudió las matas de plátanos y sus largas y anchas hojas se movieron para enseñarle que tenían tres nuevos racimos de “cuatro filos[14]” listos para ser pelados, hervidos y servidos.
Bernarda descargó la bolsa con harina de maíz, queso, sal y panela que la negra Marta le había regalado al despedirse. Al entrar a la casa su desencanto fue mayor. Era un solo cuarto con dos puertas, una adelante y otra atrás. A un lado tenía una minúscula ventana y otra más un poco menos chica en el frente.
La construcción era casi cuadrada, toda en bloques grises. No tenía cielo raso. La única pared pintada era la de la fachada exterior, la que daba para el frente del cuarterón. Las otras expelían el típico olor a bloque fabricado a mano con siete porciones de arena por una de cemento. La humedad también traspasaba las paredes y dejaba ver varios manchones de gris más oscuro.
- Y ¿Dónde queda la alcoba y la cocina? - Preguntó aburrida y sarcásticamente.
- No hay alcoba y la cocina está afuera debajo de la enramada, donde está el mesón y las ollas - confirmó Julián con cara de contento y como esperando que Bernarda disfrutara el momento como lo estaba haciendo él-.
Esa noche no hubo sexo. El quiso pero ella se excusó en el cansancio que le había dejado el viaje. El aceptó sin comprenderlo del todo y se durmió.
Era la primera vez que dormían y pasaban toda la noche juntos. El desencanto con el tamaño de la casa, con las condiciones en las que estaba, con la cocina bajo la enramada, con la falta de grandes potreros y la ausencia de luz eléctrica le habían hecho perder totalmente el apetito sexual a Bernarda. Las ganas de recibir el caliente esperma del hombre se le borraron en medio de recuerdos confusos y sueños fallidos.
En la madrugada, mucho antes de que el frio se hubiera ido, Julián se acercó al cuerpo de Bernarda. Su virilidad estaba erguida, lista para explorar una vez más el interior de ella y estallar en un húmedo júbilo. Bernarda, sin embargo, seguía indispuesta para el sexo. Con cortos y quejumbrosos sonidos se reacomodó en la cama e hizo impenetrable su intimidad. Julián volvió a aceptar el rechazo sin cuestionar.
Bernarda se levantó malhumorada, con el peso de una mala noche encima y la idea de haber dado un paso presuroso, desmedido, equivocado quizás. Calentó agua para hacer café y sancochó dos plátanos “cuatro filos” para comer con queso descuajado.
No se sentía a gusto ni en la insipiente cocina ni en el estrecho cuarterón. No había platos, ni cuchillos, ni tenedores, ni cucharas de más. Era todo muy simple. Julián solo se había preocupado por tener lo indispensable, lo que necesitaba para cocinar y para servir, pero nada más. Eso también le molestó.
En la casa no había mesa de comedor por lo que Julián recostó una silla de cuero crudo contra la pared del frente y se sentó. El desayuno le supo a gloria. Mientras machacaba el plátano sancochado y dejaba que un gran pedazo de queso se derritiera sobre la humeante masa, miró a Bernarda y sonrió.
Se sentía feliz y pensó que tenía razones para estar agradecido con la vida. Poseía un envidiado cuarterón, su capacidad de trabajo era elogiada por muchos y a su lado estaba una joven y agraciada mujer que lo hacía sentir un hombre completo, todo un varón.
Ella por el contrario pensó que su vida era una cadena de desaciertos y que ese momento era un nuevo eslabón. Miró de reojo pero detenidamente al hombre que le había generado tantas sensaciones y múltiples orgasmos y no le provocó. Ella quería más, mucho más. Una casa grande con muchos cuartos. Una finca con corrales, vacas, patos, gallinas y luz eléctrica.
Ella quería un hombre más educado, más estudioso. Un hombre que no tuviera que salirse antes de que ella llegara. Un hombre que no fuera tan diestro con la navaja pero que vistiera mejor. En definitiva un hombre con el semen caliente de castrador pero que tuviera lo que ella creía que le permitiría alcanzar, al fin, la felicidad.
...
El sexo que los había unido ahora era soso, rebuscado, distanciado. Ella ya no se excitaba como las primeras veces y su vagina no elevaba el PH. Convirtió en rutina el rechazo y la súplica en exigencia. Cuando lo hacían, no más de dos o tres veces al mes, ella se lo restregaba, se lo echaba en cara. Se lo cobraba haciendo exigencias. El sexo se convirtió en un roñoso y degradante negocio.
Cuando pasaba corría al baño a lavarse como si la acabaran de ensuciar. Ya no esperaba que el líquido caliente hiciera su trabajo y completara el ciclo con orgasmos múltiples. Se quejaba de la humedad, de tener que soportar durante horas el goteo de la pegajosa secreción gris. Ella ya no lo disfrutaba.
Julián no entendía. En la cama hacía lo que creía correcto, lo que imaginaba que a ella le gustaba. Aprendió muchas cosas, a buscar el placer con los besos, con sus labios, a extender en el tiempo su dureza, a organizar el ritmo y a sincronizar movimientos.
En el trabajo se esforzó aun más para tratar de multiplicar el dinero y complacer todos los gustos de Bernarda pero siempre le faltaba algo, como un centavo para el peso. Así ella se lo hacía sentir.
Nada de lo que hizo en la casa y en el cuarterón fue suficiente. Ni los dos cuartos adicionales, ni la pintura de aceite con que pintó la casa, ni la llegada de la luz, ni las gallinas ponedoras, ni las dos vacas paridas que le compró a un vecino, ni siquiera el comedor de seis puestos con tapa de vidrio que hizo traer de la capital y que le costó casi lo mismo que las dos vacas. Nada de lo que hizo en los 8 meses y tres semanas siguientes fue suficiente para ella.
Bernarda seguía amargada, con la cara larga, molesta. La cercanía de Julián le fastidiaba. Cuando hablaba en su cara se le dibujaban exagerados gestos, desagradables muecas. El tono de su voz cambiaba y mostraba su desagrado.
Julián intentó encontrar explicaciones. Hurgó en el pasado de Bernarda, en sus relaciones con la mamá, en la ausencia del papá, quizás en un desafortunado inicio de su vida sexual. Buscó y buscó y no encontró ninguna respuesta que le satisficiera, que le ayudara a entender lo que pasaba dentro de la cabeza y el corazón de la mujer que amaba y por la que habría dado, literalmente, su vida, si así se lo hubieran exigido.
...
Casi al cumplir lo nueve meses de unión libre Julián se internó varios días en la finca de un reconocido ganadero de la región para capar unos noventa toretes. Bernarda se quedó al cuidado del cuarterón y para recoger la cosecha de maracuyá. Según los cálculos la enredadera debería dar dieciocho cajas de frutos, cantidad suficiente para que la joven recibiera varios miles de pesos y comprara la que necesitara para comer y pagar el servicio de luz, por lo menos durante tres meses.
En la región se acostumbraba que los campesinos se pusieran de acuerdo y sembraran al tiempo el mismo producto. Eso facilitaba la búsqueda de un comprador mayorista y la contratación del transporte para sacar la cosecha al centro de acopio y compraventa más cercano.
Antes de viajar, Julián contactó a uno de los comerciantes de la zona y le anunció para cuando estaría su maracuyá. En esa fecha también debería recoger la cosecha de sus vecinos. El día acordado el comerciante visitó los cuarterones y cargó en el platón de una recién comprada camioneta roja las cajas con los frutos. Por razones del recorrido el último cuarterón que visitó fue el de Julián.
Cuando llegó ya Bernarda lo estaba esperando. En la mañana ella vio pasar a lo lejos la camioneta roja y la estela de polvo blancuzco que levantó. Terminó de llenar las cajas con maracuyá mientras imaginó los muchos sitios que podía conocer si la camioneta estuviera a su servicio. Soñó con pueblos, carreteras, paisajes, nuevos atardeceres y mejores amaneceres. Se embelesó con sus propios pensamientos y por un largo rato su expresión cambió.
La camioneta se acercó a la entrada del cuarterón haciendo saltar algunas piedras y arremolinando la tierra suelta. Parqueó en el sitio en el que a Julián le tocaba apearse del caballo para abrir el broche que lo separaba de la casa que ahora mostraba el brillo propio y distintivo que da la pintura de aceite.
- Buenas mi señora - dijo el comerciante-.
- Siga. Son dieciocho cajas de buena maracuyá - respondió ella contenta-.
- Disculpe que haya pasado tan tarde. La trocha está bastante mala y casi que se me cae la carga en una subida – explicó mientras agarraba una de las cajas y la acomodaba sobre otras cajas que ya ocupaban el platón de la camioneta-.
- ¿Gusta agua de panela con limón? – preguntó ella-.
- Si, muchas gracias –respondió el comerciante sin mirarla y pensando en lo bien que le caería la bebida. También deseó que se la sirviera colada pues le desagradaba tener que sacar con sus dedos la viruta de la caña de azúcar con que fabricaban la panela.
Bernarda caminó hasta el costado de la casa en donde estaba ubicada la cocina. Agarró el mejor de los vasos que tenía y le sirvió la bebida no sin antes poner un pequeño colador en la boca del jarro. Además abrió la nevera y sacó de la cubeta cuatro cubos de hielo. Algo que nunca hizo para Julián pues consideraba que era una manera de consentirlo sin merecerlo.
Esperó a que terminara de acomodar las dieciocho cajas de maracuyá y le extendió la bebida. El comerciante se la pasó por la garganta de un solo aventón. Al final hizo un gesto espaciado de agrado. El frío de la bebida y la falta de viruta hicieron que se explayara en loas y que le anunciara con halagos que cada vez que transitara por la zona se detendría a degustar su agua de panela.
Bernarda sonrió y evidenció su agrado por las palabras que acaba de escuchar y por el hombre que le acababa de manifestar el deseo que tenia de beber de sus jugos. Así lo pensó ella.
- Será un placer atenderlo. Casi nunca recibimos visitas – dijo ella, por primera vez dando a entender que en la casa no vivía sola-. Situación que el comerciante conocía muy bien pues era primera vez que la veía a ella en el cuarterón de Julián, un hombre que conocía de tiempo atrás pero del que no sabía casi nada.
- Y, ¿Cuándo regresa su marido? – preguntó-.
- No es mi marido – se apresuró en responder-. Vivimos juntos por cosas del destino y nada más.
- Disculpe. Yo pensé… - dijo el comerciante- Es que muy pocas veces paso por aquí y no se muchas cosas de la gente.
- No se preocupe –insistió Bernarda-. ¿Le apetece algo más?- preguntó coqueta.
- ¿Cualquier cosa que pida? – cuestionó el comerciante, respondiendo directamente al fuerte flirteo de la joven.
-Pida no mas y yo veré si se puede – dijo, mirando a los ojos del comerciante y acomodando suavemente el vestido que le quedaba tallado en la cintura y que le marcaba una delgadez que muchas mujeres envidiarían.
Nueve minutos después el comerciante cerró tras de si la puerta de la camioneta roja, encendió el motor y aceleró en seco un par de veces para revolucionar y calentar la máquina. Bajó la ventanilla con la mano izquierda y con una pícara y cómplice sonrisa se despidió de Bernarda. Intentó patinar las llantas delanteras en un amago de juventud pero no pudo pues la camioneta estaba muy cargada y se lo impidió.
Ya lejos pitó y agitó parte del brazo por encima del techo de la cabina para otra vez decir adiós. Pensó que sería agradable volver a tener un encuentro sexual con la delgada joven en tres o cuatro meses, cuando regresara por una nueva cosecha.
Bernarda lo miró sin mirarlo. Sus ojos seguían la carrocería roja que se movía de izquierda a derecha y que después de unos segundos se perdió a lo lejos, entre la maleza. El ruido del motor también desapareció en el horizonte. La joven supo que a esa camioneta no se subiría nunca y que el deseo de conocer otros destinos se había aplazado indefinidamente.
En la cama no gozó. Hubo algunos juegos previos que alcanzaron a preparar el camino, pero a la hora de disfrutar, el tiempo fue muy corto y la sensación de dureza desapareció muy pronto. Durante el corto acto hizo rápidas comparaciones y casi desde el inicio anticipó cuál sería el final. Un desastre para sus deseos.
Mucho después de estar sola fue que a su mente regresó la imagen de Julián. No sintió ningún remordimiento, por el contrario, sintió que había materializado su venganza. Se acaba de vengar del hombre que la tenía viviendo una vida que no le gustaba, en una casa que no disfrutaba, en un cuarterón simple y corriente. Se desquitó de él por no hacerla feliz.
...
Julián regresó recargado de la jornada de castración. Por sus manos pasaron noventa y nueve briosos toretes que se resistieron con todas las ganas a ser enlazados e inmovilizados y que mostraron su casta, inclusive después de ser despojados de su capacidad de reproducción.
El castrador había pensado mucho en el rechazo al que la mujer que amaba pretendía acostumbrarlo. En todas las cosas que hacía para tratar de complacerla y todas las veces en que se sintió frustrado y mentalmente impedido para entender qué le pasaba a la joven, qué le había hecho cambiar.
Pensó que tenía que darle más tiempo, esperar que ella madurara. Quería embarazarla para que su amor floreciera y sus desilusiones se perdieran en el tiempo, bajo capas de las nuevas experiencias como madre. Eso se lo oía decir con frecuencia a otras mujeres y él lo repetía en su mente sin ponerlo en discusión.
Julián se apeó del caballo azafrán de un salto y apresuró el paso para encontrarse con Bernarda. La abrazó fuerte y la besó en la boca suavemente. Por un instante Bernarda recordó lo que antes sentía al hacer el amor con el encojado y dejó que el cuerpo la dominara.
Su vagina se coloreó y sus jugos volvieron a brotar copiosa y raudamente, como lo hacían antes. Como cuando su cuerpo descubrió el sexo con placer y decidió seguir al hombre que le quemaba por dentro y le hacía conocer los extremos.
Esa tarde, por primera y única vez, en un fenómeno imposible de repetir y explicar, los dos llegaron juntos. El clímax fue total. A borbotones los orgasmos se desbordaron y multiplicaron entre los dos. Fue como había sido antes, pero mucho mejor, más suave, más intenso, más duradero, con más amor.
En medio de un eterno abrazo Bernarda juró amarlo hasta el fin de los tiempos. Sus cuerpos permanecieron varios minutos fundidos en una sola masa, impenetrable, inseparable. Julián dio gracias una y mil veces por el regreso de su mujer.
Fue un mágico instante en el que la joven cocinera se sintió la mujer más feliz del mundo, dueña de una incontable e infinita felicidad, y en el que el castrador pensó que ese era el primer día del resto de su vida.
La dicha los bendijo, los llenó de gozo, de amor, de pasión, de instantes sostenidos de eternidad. Eran el uno para el otro y nadie más, así lo sentían, así lo vivieron los siguientes 63 días.
...
La tarde que Julián y Bernarda se reencontraron, la joven quedó embarazada. Nueve semanas después el castrador la subió en el anca de su caballo y la llevó al puesto de salud del corregimiento San Ignacio para que le pararan el sangrado que amenazaba con llevarse consigo a su primogénito, el varón que llevaría el apellido del castrador.
El médico que la atendió hizo las cosas como le enseñaron y como sabía que debían hacerse. Estabilizó rápido a la muchacha y garantizó la continuidad de la vida.
Julián estaba feliz. El susto le había hecho pensar mucho en las últimas semanas vividas y lo extremadamente feliz que se sentía por estar embarazado y por tener a una amorosa, complaciente y fiel mujer a su lado.
Bernarda, por el contrario, se sentía culpable, sucia. En medio de la angustia que le produjo el accidente, su mente comenzó a jugar con los recuerdos. Las imágenes de escenas vividas le pasaban una y otra vez, de manera extraña, de manera incansable. En la camilla y semi-sedada recordó los detalles del encuentro con el comprador de maracuyás y pensó que el sangrado que casi se lleva a su hijo era parte de un castigo auto provocado.
Al llegar la noche y mientras la muchacha dormía en una de las pocas camas del puesto de salud, el castrador se fue a la bodega en la que el comprador de maracuyás despachaba. Quería pasar el rato y distraerse con algunos de las pocas personas que conocía en el pueblo. No lo encontró, sin embargo, se presentó ante el hombre que estaba al frente del negocio.
Enseguida supo que era hermano del comerciante. La misma estatura, los mismos modales, el mismo timbre de voz. Más joven y más hablador que el otro. De inmediato tomó confianza y le contó a Julián que su hermano andaba de compras fuera del pueblo y que no regresaría en 3 días.
Le confesó que a él no le gustaba quedarse cuidando la bodega y que prefería, como lo hacía su hermano, recorrer la región y disfrutar del sexo que las mujeres le ofrecían a su paso, cuando recogía las cosechas en las parcelas y cuarterones.
Con lujo de detalles y sin ningún tipo de prevención le narró la reciente experiencia que su hermano vivió con una joven y delgada mujer con la que se extasió hasta más no poder.
- ¡Gozaron hasta que no pudieron más! Mi hermano dijo que piensa volver pues a esa le quiere dar con todo otra vez – dijo para completar la historia.
Dio tantos detalles que Julián supo de inmediato y sin dudarlo que la mujer de la que hablaba, era su mujer.
Del hermano del comerciante se despidió sin ninguna pretensión. Pasó por el puesto de salud en donde le dijeron que Bernarda dormía ya más tranquila y que sería dada de alta muy posiblemente en tres días. Tomó las riendas del caballo y cabalgó.
En medio de la noche vio la casa pintada de blanco. Dos focos amarillos enmarcaban la puerta también pintada de blanco. No supo cuanto tiempo le tomó llegar al cuarterón, tampoco pensó en eso.
Para él nada importaba ahora. Sus pensamientos estaban bloqueados. Pensaba tanto, en tantas cosas a la vez que no pensaba en nada concreto. Todos los recuerdos, hipótesis, sentimientos y sensaciones se le venían al mismo tiempo.
Todas las ideas transitaban dentro de su cabeza al mismo tiempo. Todas comenzaban un recorrido pero ninguna llegaba a ningún lado. Se apretujaban, chocaban, se confundían y lo confundían.
Como todas las veces que llegaba a su casa, se inclino sobre la silla del caballo para alcanzar y abrir el broche metálico que aseguraba la cerca de alambre de púas. Sin quererlo apretó con tanta fuerza los talones alrededor de la panza del animal que hizo que el caballo relinchara bruscamente y lo tirara al suelo.
Julián cayó de frente contra las seis tiras de alambre de púas que de manera horizontal rodeaban el cuarterón. El golpe fue amortiguado por los alambres, sin embargo una de las púas se le enredó en la entrepierna y alcanzó a perforarle y engancharse en la piel.
Con un rápido movimiento el castrador intentó ponerse de pie, sin embargo la pierna más corta no pudo dar una pisada estable y resbaló. El caballo, que seguía atado a las manos de su amo, se asustó otra vez y volvió a relinchar y a suspenderse por un instante en el aire.
Las patas delanteras de la bestia se estrellaron pesadamente contra el cuerpo de Julián. Con la herradura de su pata derecha el animal le corto de un solo tajó los dos testículos. La pata izquierda lo golpeó en la cabeza y lo sumergió en la inconsciencia.
...
Julián abrió los ojos cuando ya estaba aclarando. A su lado estaba el caballo, tranquilo, reposado. El castrador yacía sentado sobre un pequeño charco de sangre.
Aun atontado comenzó a recordar lo que había pasado. Miró entre su entrepierna y descubrió que su pene seguía intacto pero no tenía testículos. Un pedazo de piel y lo que sabía eran sus gónadas, colgaban de él sin vida.
Se levantó con cuidado y caminó hasta la casa pintada de blanco. Su mente estaba despejada, las ideas se habían ido todas. Solo pensaba en tomar el cuchillo curvo y terminar de hacer bien los cortes para que la castración fuera perfecta.
Agarró el cuchillo curvo, apretó con los dientes un pedazo de cuero curtido de vaca viejo y sostuvo por treinta y tres segundos la respiración. Con tres rápidos y precisos cortes terminó el trabajo que había comenzado la herradura de su caballo. Hizo un trabajo limpio, cortó lo que ya no servía, lo que nunca más tendría vida.
El dolor era sostenido pero soportable. Pensó en lo que acaba de hacer y se sintió orgulloso. No le había dolido más de la cuenta, no había sangrado más de lo necesario. Por su mente pasaron las miles de miradas que los toretes le daban antes, durante y después de cada castración. Se sintió bien, a gusto. En Con su propio cuerpo descubrió que era un excelente castrador.
Permaneció en cama dos días. Varias veces tomó agua de panela sin colar. El hielo de las cubetas lo usó para bajar la hinchazón y adormecer el miembro que ahora solo le servía para orinar.
Pensó muchas veces en lo que había pasado, en la manera como se resbaló de la silla y cayó indefenso bajo las dos patas del animal. Los pensamientos eran claros, transparentes. No existía en él ningún resentimiento contra el azafrán.
En esas veinticuatro horas pensó muy poco en Bernarda. La tragedia que vivió y que lo hizo desconectarse de la realidad y ser descuidado ya no existía. Los pensamientos de angustia, abandono y traición que habían provocado una sobresaturación en su mente ya no estaban, habían desaparecido junto con sus gónadas.
Julián, el castrador castrado, el encojado, tomó nuevamente las riendas de su caballo y, sin exigirse, cabalgó hasta el corregimiento en busca de Bernarda. Cuando llegó al puesto de salud ya ella estaba lista en la entrada, sentada en un banco junto a la puerta principal.
Apenas descendió del animal la mujer le tiró los brazos alrededor del cuello y lloró. Dos noches antes, quizás a la misma hora que sobre Julián caían las pesadas patas del caballo, la joven sufrió un nuevo y fatal desagarre. Dos grandes coágulos de sangre se salieron de la vagina cargando con su descendencia.
Julián no dijo nada cuando ella se lo contó. Con cuidado la tomó de la cintura y le ayudó a subir al anca del azafrán. Cabalgó suave y pesadamente. Poco después habló.
- Se lo que hiciste con el comprador de maracuyás – dijo, después guardó silencio-.
Bernarda aflojó las manos que rodeaban la cintura del encojado hasta dejarlas caer por completo sobre sus propias piernas. De su boca tampoco salió ninguna palabra. Fue un viaje interminable en el que ella varias veces soñó que caía del caballo y moría de un certero golpe en la cabeza.
Su mente se fue en blanco varias veces, otras tantas palideció ante la lluvia de pensamientos. Dejó de respirar, su corazón casi se detuvo por completo una vez. El sentimiento de culpa se apoderó de ella y la sometió por completo a la pena de no ser nada, de no sentirse nadie. Así cabalgó en el anca hasta llegar a los extramuros del que hasta hacía tres noches fue su hogar, su palacio.
Al recuerdo del insípido coito con el comerciante se sumó pesadamente el pecado revelado y la pérdida accidental del embrión. Todo en el universo se conjugaba y alineaba para hacerla sentir mal, responsable del infierno que comenzaba a vivir. Pensó que fueron sus actos, su inseguridad, su incapacidad de disfrute de lo sencillo, lo que provocó que las llamas se encendieran y avivaran a sus pies.
No tenía palabras para explicar, razones para exponer ni excusas que dar. Sin que Julián le recriminara la falta, ella, a cada instante, se sentía desnuda en medio de una plaza llena de gente, acusada y condenada. Bernarda sabía que su vida jamás sería la misma.
En silencio llegaron a la casa. Desde lejos se apreciaba blanca, grande, bien arreglada, adornada con buen gusto, llena de vida. Como la había soñado pero nunca la había observado. La casa más hermosa de todas en la zona. Descubrió además que estaba rodeada de gallinas, patos y pájaros de muchos colores.
- ¿Por qué no la había visto así antes? – se preguntó por un instante al recordar que Julián había trabajado mucho en ella, mucho antes de que ella conociera al comprador de maracuyás.
Los pensamientos la volvieran a saturar y enmudecer.
Julián no le contó de su accidente. Tampoco la buscó nunca más en la cama, no tenía por qué o para qué hacerlo. Con los días él se mudó al cuarto que había construido y arreglado para cuando creciera la familia. Ella lo entendió y no dijo ni hizo nada para impedirlo.
El encojado no le reveló jamás a nadie su secreto. Comenzó a trabajar en fincas y parcelas cada vez más lejanas. No le importaba regresar, no le importaba que pasaran muchos días. La atención de él ahora se centraba en su trabajo de castrador, en la capacidad de cortar bolas y pensamientos de la cabeza.
El castrador divagaba sobre la hipótesis de que los testículos tienen relación directa con el dolor mental que producen la angustia, la soledad y la traición. Tejió la teoría según la cual si un hombre sufre por un amor no correspondido, por abandono o por la infidelidad de una mujer, puede hallar cura con tres sencillos y rápidos cortes en la entrepierna.
Nunca compartió los argumentos, sin embargo en su cabeza los fundamentó con su propia experiencia. Se esforzó por mejorar la técnica y cuidados de los cortes, en aminorar el dolor físico y disminuir el sangrado de los pacientes.
Con gusto atendía las invitaciones a participar en jornadas masivas de castrado. Con una tranquilidad absoluta miraba a los ojos de los toretes y demás bestias que pasaban por su cuchillo curvo. Creía que conocía, los admiraba, los consentía y con tres movimientos los curaba y salvaba de las angustias futuras que podrían llegar a sentir o padecer.
Varias veces imaginó salvando a los hombres que como él habían sufrido una gran pérdida, un gran dolor pero no halló candidatos reales, a los pocos a los que les comentó la idea, lo rechazaron de plano, sorprendidos, asustados, incrédulos. Después de varios intentos decidió no insistir en la propuesta.
- Ninguno está preparado para tan grande bendición – pensó convencido una vez-.
El castrador sabía que nunca más estaría con una mujer y no le importaba. También sabía que nunca tendría en brazos a un hijo y eso lo deprimía, lo trastornaba, lo hacía sentirse triste, muy triste.
En su mundo ahora solo estaban él y los castrados.
...
Bernarda luchó al principio. Esperó que él le dijera algo, le recriminara su pecado, le pegara, la insultara o la maldijera.
Ella esperaba que de la boca de Julián salieran llamaradas ardientes de odio y dolor que le quemaran el cuerpo y le provocaran dolorosas llagas en la piel. Ella estaba lista a sufrir el castigo y a pagar la pena.
Mientras esperaba el día de la expiación pasaron muchos meses. La casa perdió el blanco de las paredes, las flores se marchitaron y los pájaros de colores se murieron. Las pocas gallinas que sobrevivieron a los días sin sol y a las noches sin luna fueron confinadas a una jaula malhecha y maltrecha en la que simplemente esperaban la hora en que les retorcerían el pescuezo y conocerían a la muerte.
Así pasaron los años. Para Julián cargados de un nuevo conocimiento y de muchas experiencias con miles de castrados por vivir; para ella el paso del tiempo no significaba nada. Bernarda había detenido los relojes a la hora de la intensa e irremediable infelicidad.
La mañana en que el encojado celebró el noveno año de su castración le dio varios sorbos a una taza de café caliente y le anunció a Bernarda que esa noche llegaría tarde. Lo cierto es que él sabía que no volvería tarde, la verdad es que el castrador sabía que nunca regresaría.
Fin.
[2] Porción pequeña de tierra en la que se siembran cultivos de auto consumo.
[3] Un cuarto de hectárea o 2.500 metros cuadrados.
[4] Árboles leguminosos usados en la construcción de cercas vivas.
[5] Sinónimo de cojo, tullido o renco.
[6] Tubérculo duro y fibroso difícil de masticar.
[7] Persona musculosa o corpulenta.
[8] Añadidura, propina.
[9] Insectos, más pequeños que el mosquito y de picadura más irritante.
[10] Cubierta de tela que se coloca sobre la cama para protegerse de los insectos.
Que bien!! Escritor de Cuentos. Bien venido!! Persiste e insiste que te estaré leyendo.
ResponderEliminarUn abrazo